Verdad y Credibilidad:
el caso Colosio
(30 de octubre de 2000)
Todo hablante normal, pienso,
distingue entre verdad y credibilidad. Esta distinción conceptual
es importante porque es un hecho que podemos tanto creer falsedades como no creer
verdades. En general, uno se inclinaría a pensar que lo ideal es conjugar esas
dos cualidades de nuestras creencias y pensamientos, es decir, quisiéramos que
lo que los hablantes dijeran fuera siempre verdadero y creíble. La razón
es obvia: más temprano que tarde las creencias falsas nos harán fracasar y las
verdades increíbles no parecen sernos mayormente útiles. Estas disociaciones
son fáciles de percibir en diversos niveles. Algo debe estar muy mal en, por
ejemplo, un matrimonio en el que los cónyuges se mienten mutuamente todo el
tiempo, así como también en cónyuges que, aunque se dicen la verdad, de todos
modos no se creen nada de lo que se dicen. Esto que es perfectamente obvio en
un plano individual vale por igual en un plano social: lo menos que podríamos
afirmar, si tanto las explicaciones que ofrece un gobierno son mentiras como si
son verdades que nadie hace suyas, es que el matrimonio “gobierno-sociedad”
está en crisis. Una crisis así tiene múltiples repercusiones y consecuencias, a
corto, mediano y largo plazo. Por una
parte, un gobierno que sistemáticamente se permite contarle mentiras a su gente
o proporcionarle verdades que prácticamente nadie acepta es un gobierno cínico,
cortado de la población y que alienta como un valor social positivo el engaño y
el doblez; por el lado de la población, lo que se genera es un permanente
sentimiento de desconfianza, sentimiento que abarca no sólo al gobierno, sino
que termina por englobar al resto de las personas. Este sentimiento, sumamente
dañino, es de lo más difícil de eliminar. El caso Colosio, creo, puede muy bien
servir de ilustración de este fenómeno.
Después
de seis años de investigaciones y cuatro sub-procuradores especialmente
designados para investigar el homicidio del Lic. Luis Donaldo Colosio Murrieta,
por fin la Procuraduría General de la República entregó lo que algunos
quisieran considerar como el informe final, definitivo acerca de dicho suceso.
En efecto, el cuarto sub-procurador especial, Lic. Luis Raúl González Pérez,
quien es decidido defensor de la tesis del asesino solitario, en entrevista
televisiva anunció la publicación en Internet del reporte completo de la
investigación y, en vista de la incredulidad de la abrumadora mayoría de los
mexicanos, invitó a la gente a que consultara los volúmenes publicados
(cuatro). De manera privada acepté la invitación y es precisamente sobre dicho
informe que quisiera decir aquí unas cuantas palabras. Seguramente el informe
en cuestión habrá de ser objeto muy pronto de exámenes minuciosos por parte de
múltiples politólogos, periodistas, juristas, etc., y dada su temible extensión
es evidente que sería absurdo pretender analizarlo y evaluarlo en su totalidad
en un artículo como este. En vista de las magnitudes de los textos, me limito
aquí a comentar algunos aspectos del tomo III, Posibles Cómplices y
Encubridores y, concretamente, me concentro en las 80 primeras páginas, que
son las consagradas a uno de los personajes más sospechosos de cuantos pudieron
haber participado en el crimen, a saber, el agente del CISEN, Jorge Antonio
Sánchez Ortega. En relación con esta parte de la indagación realizada, es mi
deber decir (y tratar de justificar en unas cuantas líneas por qué pienso lo
que pienso) que hay elementos para sentirse profundamente decepcionado
por el resultado.
Básicamente,
lo que el sub-procurador sostiene es que, pace las apariencias y
algunos testimonios relevantes, Sánchez Ortega no tiene absolutamente nada que
ver con el asesinato del Lic. Colosio. Se le consideró un sospechoso (si bien
se le dejó libre, con las reservas de ley, a las 24 horas!) ante todo por tres razones:
a)
se
alejaba corriendo del lugar inmediatamente después del atentado
b)
llevaba
una prenda de ropa manchada de sangre, que resultó ser sangre del Lic.
Colosio
c)
dio
positivo a la prueba de radizonato de sodio, esto es, uno de los mecanismos
estándar para determinar si alguien disparó un arma de fuego o no.
Pero además resulta que:
d)
es
de un asombroso parecido con Aburto, el asesino confeso
e)
se
demostró que estaba drogado
f)
había
sido visto portando un arma antes del mitin
La situación es, pues, la siguiente: Sánchez Ortega parece estar escapándose del lugar del crimen inmediatamente después de los disparos, pero es detenido por dos policías locales quienes no lo dejan ir y lo entregan en las oficinas de la Procuraduría Judicial del Estado. Él, naturalmente, niega tener nada que ver con el homicidio. Curiosamente, en los separos mismos de la PJE es confundido momentáneamente con Aburto por la madre de éste. Finalmente, es liberado y ha sido interrogado hasta en seis ocasiones a lo largo de los últimos seis años, a primera vista pasando satisfactoriamente todas las pruebas.
El sub-procurador
se jacta del alto nivel de cientificidad de su investigación, pero eso no
impide que sus razonamientos sean en ocasiones falaces y que tal vez nos
proporcione verdades, sólo que de la clase de las increíbles. La impresión
general, extraída del texto en su conjunto y que es prácticamente imposible no
tener, es que él de entrada ya tiene su conclusión y que toda su investigación
está aderezada para confirmarla. De ahí que su estrategia consista sobre todo
en tratar de desmantelar, uno tras otro, cualquier argumento que pudiera
reforzar la tesis de una participación de Sánchez Ortega en el homicidio (no
digamos ya la de otros involucrados). Esto plantea interrogantes interesantes
acerca del valor de las evidencias de las que se dispone y, sobre todo, acerca
del concepto de prueba. A final de cuentas: ¿qué es una prueba judicial
en una investigación de esta naturaleza? Es evidente que no puede tratarse de
una demostración matemática o meramente formal: certeza nunca la tendremos, por
lo que en última instancia es inclusive un error pretender alcanzarla; tampoco
podemos hablar de evidencias empíricas decisivas: no habría entonces
investigación alguna que realizar. Por lo tanto, no queda más que una
estrategia mixta, una mezcla de las dos formas de razonamientos mencionadas:
por una parte, la acumulación de datos (investigación empírica) y, por
la otra, su integración racional en un todo que resulte convincente.
Esto ciertamente no es algo que el sub-procurador logre. Podría inclusive
sostenerse que con los mismos datos que el sub-procurador maneja se podrían
haber obtenido conclusiones diferentes si, claro está, el enfoque global y los
objetivos implícitos hubieran sido distintos. Es claro que, si de lo que se
tratara fuera de una novela policíaca, Sánchez Ortega sería el sospechoso
perfecto. No obstante, el sub-procurador se las ingenia para exonerarlo por
completo. La pregunta es: ¿cómo logra tal hazaña? Creo que la respuesta no
puede ser otra que pintando un cuadro general increíble, adornado con unas
cuantas falacias y algunos sorprendentes errores de procedimiento. Veamos esto
rápidamente.
Prueba de radizonato de sodio. Se trata de una prueba de
colorante que, aunque desde luego no es (ni podría ser) cien por ciento
infalible, es normalmente aceptada en las investigaciones policíacas. Es
importante entender que, como prácticamente cualquier otro procedimiento de
laboratorio, esta prueba puede fallar, es decir, no es impensable que
falle. Ahora bien, es precisamente de esta posibilidad lógica de falla
de la que el sub-procurador se sirve para descartarla! Así, toda su labor se
reduce a buscar posibles causas para el fracaso en esta ocasión concreta de la
prueba que normalmente es aceptada. Las que él propone son las siguientes: a)
que Sánchez Ortega constantemente se ajustaba la hebilla de su pantalón; b) que
en diversas ocasiones uso cerillos para encender cigarros y c) que él mismo
habría llenado el tanque de gasolina de su coche un poco antes de la llegada de
Colosio a Lomas Taurinas. Esta justificación de una posible falla de la prueba
es francamente absurda. En general, otra posible causa de que la prueba dé
positivo es simplemente contacto con la tierra, por lo que poco faltó para que
se nos dijera que si dio positivo fue porque el pacífico señor Sánchez Ortega
había estado haciendo pasteles de lodo en el jardín de su casa el día del asesinato!
Aquí puede claramente verse lo perverso del procedimiento: en lugar de usar una
prueba establecida, aunque no perfecta, para inculpar a alguien, lo que se hace
es buscar afanosamente fallas posibles, por absurdas que sean, para descartar
la prueba misma. Ciertamente, puede ser que el sub-procurador tenga razón y que
un agente policiaco como Sánchez Ortega no disparó ese día un arma (Dios lo
libre de hacer tal cosa!), pero una cosa es indudable: nadie en sus cabales lo
creerá.
Percepción visual y realidad. El valor de la percepción
visual es ambigua en la investigación: tanto se concede que es decisiva para
ciertos efectos como se le descarta cuando ello conviene a la conclusión
defendida en el informe. Veamos el primer cuerno del dilema. Es un hecho elemental
de filosofía de la ciencia que en la investigación empírica y de laboratorio
las impresiones sensoriales son interpretables. Debemos tener presente
que en este caso de lo que se trata es de reconstruir una situación, no
nada más de describirla, puesto que los datos de los que se dispone son
limitados. Por consiguiente, tanto las percepciones visuales como las no
percepciones adquieren un carácter secundario y subordinado al todo de la
teoría que se construye. O sea, dado que lo que se ve es muy poco, el que no se
vea algo no es una prueba de nada. En el caso de Sánchez Ortega, el hecho de
que no aparezca en el video ni mucho menos implica que no estuviera en posición
de disparar en contra del Lic. Colosio. Después de todo, Aburto tampoco se ve.
Por lo tanto, en este caso es una falacia exonerar al sospechoso apelando al
argumento de que no se le ve en el lugar del crimen en el momento crucial,
puesto que ni lo que se ve ni lo que no se ve son en este caso decisivos, por
lo que la no aparición de Sánchez Ortega en lo que se tiene de video no basta
para sostener que no estuvo allí. Pero nótese que en este caso se le concede un
valor total a la “no percepción” del sospechoso (esto es, a la percepción de
que no se le ve o que lo que se ve son otras personas). Por otra parte sin
embargo, y de manera no del todo congruente con lo anterior, el sub-procurador
pone en cuestión el valor de la percepción visual de todo mundo. En efecto,
para quienes hemos visto en revistas de circulación nacional fotografías de Sánchez
Ortega y de Aburto, el parecido entre los dos nos resulta sencillamente
mayúsculo. Esto es lo que uno ve. No obstante, en contra de este caso de
percepción visual, el sub-procurador, fundándose en el carácter “científico” de
su investigación, esto es, por medio de cálculos de antropometría, llega a la
extraordinaria conclusión de que Sánchez Ortega y Aburto en el fondo
objetivamente no se parecen. En otras palabras, el sub-procurador pretende
demostrarnos que no vemos lo que vemos o que lo que vemos es equivocado y por
consiguiente no tiene valor. Así, por una parte él confía en que por no ver
algo se puede inferir que algo no sucede y, por la otra, trata de demostrar
apelando a ciertas técnicas que lo que se ve es ilusorio. Y es con
incongruencias de esta naturaleza que poco a poco el caso en contra de Sánchez
Ortega queda diluido.
Otro
caso curioso del carácter ambivalente de la percepción visual en la
reconstrucción de situaciones como la que nos ocupa lo proporciona Tranquilino
Sánchez Venegas. Muy probablemente, el sub-procurador una vez más no vea lo
mismo que millones de televidentes, para los cuales Sánchez Venegas claramente
se planta con toda su corpulencia para detener momentáneamente la marea humana,
hacer una valla y permitir que, en ese momento preciso, alguien le dispare a la
cabeza al Lic. Colosio. ¿Acaso el sub-procurador ve eso que todos vemos?
Supongo que no, puesto que en el informe apenas se le concede espacio a quien
obviamente parece haber jugado un papel importante en el asesinato. En todo
caso, esto muestra que los argumentos basados en lo que se ve y no se ve tienen
que ser examinados muy cuidadosamente y, sobre todo, coherentemente, es decir,
se les debe conferir la misma importancia en todos los casos y no usarlos
selectivamente, según convenga a los objetivos que se tenga.
Cuadro general. Aparentemente, la mancha de
sangre en la ropa de Sánchez Ortega es una mancha “por apoyo” (caracterización
tan extraña como si se dijera que hay manchas de lunes, de febrero, de buen
humor, etc.), de la que el sospechoso ni cuenta se da y que explica como
resultado de un supuesto acomedido ofrecimiento de ayudar a trasladar el cuerpo
del Lic. Colosio de una camioneta a una ambulancia. Esto es sencillamente
fantástico porque, primero, a Sánchez Ortega lo detienen antes de que
pase por allí el ya casi cadáver del candidato pero, además, es difícil
visualizar que en esos momentos hubiera faltado gente para cargar al herido y,
tercero, que alguien movido por un espontáneo y generoso deseo de cooperar hubiera
siquiera podido acercarse a la comitiva. Por otra parte, de que el Sr. Sánchez
Ortega es un gran mentiroso no parece caber la menor duda. Por ejemplo, se
contradice en dos puntos importantes: 1) que ayudó y no ayudó a cargar el
cuerpo del Lic. Colosio cuando era trasladado de una camioneta a una ambulancia
y 2) dio diversas fechas en respuesta a la pregunta ‘¿desde cuándo no disparaba
un arma?’: un mes, dos meses, un año y hasta dos años. No se trata, por lo
tanto, de un sujeto fidedigno y es un error procedimental así considerarlo. En
otras palabras, en manos del sub-procurador un agente del CISEN queda casi
convertido en un inocente, ingenuo y hasta atolondrado paseante! Lo grave es
que es por medio de un cuadro surrealista como este que Sánchez Ortega es
finalmente exculpado.
Si lo que hemos
afirmado tienen visos de verdad, el flamante informe del cuarto sub-procurador
constituirá a los ojos de la opinión pública un estrepitoso fracaso. No sólo
está el informe repleto de repeticiones, redundancias, declaraciones
irrelevantes, etc., las cuales parecen no tener otro objetivo que desviar la
atención del lector, sino que simplemente no es convincente. Podríamos
inclusive admitir que el sub-procurador realmente descifró el misterio del
asesinato del Lic. Colosio, pero entonces ¿por qué no es creíble? Yo pienso que
son varias las razones que explican dicho fenómeno y una de ellos es que la
clase política mexicana siempre ha considerado que al pueblo de México se le
pueden ofrecer tranquilamente las explicaciones más ridículas e incongruentes
que se puedan imaginar. Lo que no es admisible ahora, sin embargo, es que esa
misma clase se queje y se lamente por la desconfianza e incredulidad de
millones de personas que han sido sistemáticamente engañadas y que están
conscientes de ello. Es perfectamente concebible que, por poderosas razones de
estado, por la cantidad y la magnitud de los intereses involucrados, por la
importancia de los personajes inmiscuidos, el crimen del Lic. Luis Donaldo
Colosio Murrieta nunca se aclare. Pero entonces, es precisamente eso lo
que habría que decirle a la gente y muy probablemente la gente lo entendería.
En todo caso, tal vez preferiría una triste verdad creíble como esa que una
demoledora serie de verdades increíbles como la que ahora se nos ofrece.