Justicia a la Mexicana (I)

(25 de Septiembre de 2000)

 

 

Todos en México hemos oído, en las más variadas ocasiones y circunstancias, quejas por parte de la gente respecto a la impartición de justicia: en contra del Ministerio Público, en contra de tal o cual juez, en protesta por tal o cual decisión. Quisiera ahora sumarme a la lista de los quejosos y dar a conocer una situación que directamente me a atañe a mí pero indirectamente al mundo académico en general, puesto que por lo visto ya se sentó un nefasto precedente y lo que pasó conmigo puede fácilmente sucederle a cualquier otro investigador o profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México. Debo decir de entrada que considero lo que ha acontecido como una victoria pírrica tanto de una despreciable inmoralidad como de la infamia judicial que prevalece en este país. Quizá, debo admitirlo, haya habido elementos de torpeza de mi parte, sobre todo por haberme metido en un avispero de envidias, patrañas y bajos sentimientos sin tener estricta necesidad de hacerlo, pero será el lector quien, con los elementos que le proporcione, podrá conformarse la idea más adecuada del caso. Los pormenores de éste son básicamente los siguientes:

 

      al entrar como nueva directora del Instituto de Investigaciones Filosóficas, Olga Elizabeth Hansberg Torres, por aquel entonces recientemente doctorada, enfrentaba presiones y hostilidad por parte del grupo perdedor, esto es, el encabezado por el difunto Dr. Fernando Salmerón Roiz y sus partidarios, quienes acababan de perder ignominiosamente la batalla por la dirección. Era obvio que para ella era crucial echar a andar cuanto antes la maquinaria del instituto y entre las múltiples tareas por realizar estaba la de poner al día el programa de traducciones. No estará de más observar que no ha sido inhabitual en el instituto pagar derechos de autor y traducciones y no recibirlas y hay alguno que otro caso famoso al respecto, sobre el cual regresaré en alguna otra ocasión (porque a final de cuentas la gente se tiene que enterar de lo que realmente pasa en la UNAM). En todo caso, después de haber participado activamente en su campaña, decidí apoyarla y respondí a su llamado: me comprometí a traducir lo más rápidamente posible un libro de casi 400 páginas, al que se le tenía guardado desde hacía casi una década, a saber, el libro Collected Papers del prematuramente fallecido joven filósofo inglés, Gareth Evans, y que era urgente traducir. Un primer punto es, pues, el siguiente: sólo yo estuve dispuesto a hacer la traducción en cuestión por lo que, si yo no la hubiera hecho, el libro se habría perdido. Con ánimo de serle lo más útil posible a la directora, me entregué durante cerca de 7 meses a un trabajo continuo y agotador de traducción, al cabo de los cuales entregué el texto. Sin embargo, ya para entonces se habían formado multitud de nuevas comisiones y en particular, también una para dizque revisar traducciones, incluyendo para mi sorpresa la que acababa yo de entregar a solicitud expresa de la directora. Así que, como caso único hasta ese momento y aplicando retrospectivamente una nueva disposición (puesto que anteriormente nunca había habido “comisiones” de esa índole), se me obligó a revisar mi traducción, esto es, el producto de una labor que nadie en el instituto había querido realizar. Dicho sea de paso, no me costaría absolutamente nada (y quizá lo haga pronto) tomar prácticamente cualquiera de las traducciones (y no sólo traducciones) publicadas por el instituto y dedicarme a señalar en ellas absurdos, inexactitudes, fallas, etc. De hecho hay libros importantes que son simplemente inservibles en las versiones traducidas y en todo momento puedo demostrarlo sin problemas. No obstante, acerca de ninguno de ellos la famosa comisión tuvo a bien decir algo. Respecto a la mía, lo que puedo con certeza afirmar es que se trataba de una traducción en la que ciertamente había puesto mi mejor empeño, tomándome la molestia por ejemplo de poner en un español actual y coloquial  multitud de formulaciones que el inglés espontáneo del autor no permitía traducir palabra por palabra. Mi traducción pretendía recoger el espíritu intelectualmente agresivo de Evans, ser desde luego fiel a sus pensamientos pero también poner en español, hasta donde fuera posible, su peculiar estilo. Todo esto, como explico más abajo, se perdió. Para evitar mayores complicaciones, retomé el trabajo y unos tres meses después regresé una traducción un tanto más pulida y acabada. Fue entonces que se firmó el contrato de traducción entre la UNAM y yo (ya que, de acuerdo con el contrato, una vez firmado éste el “autor” tiene tres meses para entregar su trabajo y, obviamente, nadie podría traducir un libro de las magnitudes del de Evans en tres meses), una de cuyas cláusulas, concretamente la SEXTA, explícitamente enuncia que la UNAM se compromete a respetar el texto entregado por el traductor. La primera fase de este drama terminó felizmente con el pago de la traducción.

 

      A primera vista por lo menos, la cuestión estaba zanjada sólo que, un año después, me enteré por casualidad de que la traducción que yo había entregado y que todavía no había visto la luz, había sido drásticamente alterada. Le escribí a la directora una carta expresando mis temores al respecto. Su respuesta fue que no me preocupara, que todo saldría bien. (De esto y de todo lo que afirmo hay, naturalmente, documentos probatorios). Sin embargo, cuando alrededor de tres meses después por fin salió publicado el libro, pude percatarme de la magnitud de los “cambios”. El cálculo reservado que hice fue de unos 50 cambios por página. O sea, no se trató, en el supuesto caso de que la necesitara, de una “corrección” de alguna que otra omisión, inexactitud o inclusive error. No: se rehizo la traducción, alterando por completo la forma y el contenido de la obra. Desafortunadamente, la cantidad de errores filosóficos que contiene la versión que no es mía y que no obstante me adjundican es asombrosa. El lector de inmediato querrá preguntarse: ¿sobre quién recayó el honor de volver a redactar, tomando como base mi versión, el texto que yo había entregado? La respuesta es sencillamente increíble: sobre un jovenzuelo contratado por el departamento de ediciones (en donde suceden cosas que también habrá que sacar a luz), un estudiante de la carrera de filosofía, sin siquiera el título de licenciatura y dotado de una prosa tan bestial que dejaba en claro que tampoco había pasado por la carrera de letras! La desfiguración de la obra de Evans fue espeluznante pero, lo cual siempre me dejó alelado, recibió sistemáticamente la aprobación y el respaldo incondicionales (y totalmente acríticos, desde luego) de la ex-directora (actual coordinadora de humanidades de la UNAM) quien, entre otras cosas, siempre ha afirmado (por el mero hecho de haberlo conocido) sentir un gran respeto por “Gareth”. Su respeto, sin embargo, es un tanto raro, pues se manifiesta, inter alia, apoyando una traducción que constituye una burla filosófica cruel del libro del filósofo inglés.

 

      En esas condiciones, era evidente que, tanto por mi propia dignidad y honor como por respeto a Evans, yo tenía que protestar y hacer todo lo que estuviera a mi alcance para deshacer el entuerto. Así, pasé de la dirección del instituto (en donde nunca encontré una actitud conciliatoria) a la oficina del Abogado General, desde donde me canalizaron hacia la Defensoría de Derechos Universitarios y de allí a la Dirección de Asuntos Jurídicos de la UNAM: se había firmado un contrato y la única forma de resolver el conflicto, si no se llegaba a ningún acuerdo, habría de ser en tribunales. Hablé entonces con quien a la sazón fungía como director de dicha dependencia y él y yo en nuestra primera conversación llegamos en principio a un acuerdo, condicionado sin embargo a que la directora del instituto le diera su anuencia. El acuerdo consistía en tres resoluciones:

 

1)     Se limitaría la difusión de la primera edición del libro a México. La idea aquí era evitar el desprestigio internacional, tanto del instituto como el mío, que inevitablemente causaría una traducción palpablemente inepta.

2)     Se prepararía una segunda edición que fuera efectivamente mi traducción. Yo estaba dispuesto inclusive a volver a trabajar sobre el texto con quien se quisiera, de modo que todas las partes quedaran satisfechas.

3)     La UNAM le pagaría al abogado a quien yo había consultado en repetidas ocasiones y quien, finalmente, habría de llevar el caso. La suma que se solicitaba era de alrededor de 2000 (dos mil) pesos.

 

Todo hubiera terminado allí, pero no contaba con una cosa: el caciquismo de los funcionarios universitarios, la ciega intolerancia de la ex-directora, la potencia y la efectividad de ciertos intrigantes quienes abiertamente la azuzaron en mi contra. (De la gente menor involucrada no me ocupo aquí). Me vi, por consiguiente, forzado a presentar una demanda de carácter civil en contra de las personas (físicas y morales) responsables de lo que a todas luces era un ilícito. Se inició así un juicio, en cuyos detalles técnicos no entraré mayormente puesto que alargaría excesivamente esta comunicación, que duró tres años y medio. Lo que pasó fue, de manera sucinta, lo siguiente:

 

gané parcialmente en primera instancia. Se condenaba a la UNAM a pagar por el daño moral ocasionado la cantidad de $ 180.000.00 (ciento ochenta mil) pesos. Cabe señalar, como curiosidad suplementaria, que la directora no tuvo a bien presentarse en el juzgado cuando le correspondía declarar, arguyendo que como Octavio Paz acababa de morir y ella era muy amiga suya, tenía prioridad su presencia en el velorio que en el juzgado. Huelga decir que el juez consideró completamente irrelevante semejante pretexto y la declaró confesa. Lo que esto significa es que el juzgador toma como afirmativas las respuestas a las preguntas que, vía el secretario del juzgado, la parte contraria le formula. Por lo tanto, había ya un reconocimiento explícito de una de las partes en el sentido de que había ordenado que se hicieran cambios a mi trabajo, manteniéndome deliberadamente al margen del asunto. Además de otros documentos probatorios, aquí operó el dictum de los abogados “A confesión de parte, relevo de pruebas”. Desafortunadamente, el juez también razonó de esta manera: puesto que se va a pagar una indemnización, entonces el instituto podrá difundir la obra! No importará ya que se produzca públicamente un daño moral (el cual ya se había producido, independientemente de que la obra estuviera a la venta o no), puesto que éste ya habrá quedado pagado. Pienso que este razonamiento es falaz pero, en todo caso, era obvio que para mí esa resolución era inaceptable, puesto que yo nunca inicié un litigio con miras a obtener dinero, sino única y exclusivamente para evitar que se manchara mi nombre y apellidos poniéndolos al frente de una traducción de una torpeza de la que no me siento capaz. De ahí que, la parte contraria por no pagar y yo por preferir la destrucción de la obra al pago de una indemnización, pasamos a una segunda instancia. Lo que a partir de ese momento sucedió es de fábula. Quiero, por lo tanto, compartirlo con  el amable lector. 

 

La decisión judicial de segunda instancia consistió en exonerar por completo a la UNAM y sus representadas de todo, eximiéndome a mí de cualquier gasto o multa. O sea, de acuerdo con la juez no se violó ninguna cláusula del contrato, no se violaron derechos de autor, no se ocasionó ningún daño moral. Resultaba claro para mi abogado y para mí que ya desde allí habían entrado en acción poderosas fuerzas subterráneas para forzar una decisión en contra de toda legitimidad y de todo sentido común. Era evidente, por lo tanto, que no se podía dejar el asunto allí. Por consiguiente, solicité que el poder judicial me protegiera frente a lo que obviamente era un atentado a mis derechos pero, en este país en donde malhechores de cualquier calaña y tamaño reciben protección por parte de jueces y magistrados, en donde se otorgan amparos a violadores, narcotraficantes, asesinos, etc., a mí me lo negaron. Dicho de otro modo: un investigador universitario no tiene derecho a protestar si el funcionario en turno de su dependencia ordena modificar su trabajo académico. En lo que toca a vía civil, el asunto había llegado a su conclusión. Eso a mí me parece simplemente fantástico, un genuino contrasentido legal y un auténtico escándalo académico! Mi duda ahora es: ¿lo voy a permitir o debo seguir luchando, aunque sea en contra de una institución a quien, en el fondo, soy yo quien en este caso genuinamente representa?

 

Antes de responder a esta pregunta, es preciso extraer ciertas moralejas importantes del caso. Empero, tanto lo primero como lo segundo es algo que haré en mi próxima contribución, a menos claro está de que se intente amordazarme, en cuyo caso tendré que irme a una tribuna pública.