Los Límites del Fanatismo

(4 de febrero de 2002)

 

No hay hombre de letras capaz de imaginar todos los horrores y las barbaridades de hecho cometidos por nuestros congéneres, los “seres humanos”. Por eso, hay un sentido en el que, quiero pensarlo, muchos de nosotros a veces sencillamente no nos sentimos identificados con dicho “género”. Esto no es una pose de bonhomía. Trato tan sólo de ser realista: estoy seguro de que a muchas personas, esto es, a las decentes, les habría resultado imposible, por ejemplo, presenciar impávidamente algunas de las grandes masacres de la historia. Hay, ni qué decirlo, testimonios espeluznantes de hazañas criminales en contra de seres inocentes e indefensos cuyo espectáculo físicamente muchos de nosotros sencillamente no resistiríamos. Recuérdese, por ejemplo, a Tamerlán, sin duda alguna un campeón en suplicios y en acciones diabólicas, como la de en un ambiente de incienso ponerse a disfrutar de poesía rodeado de pirámides de cabezas humanas. Estoy seguro de que los sacrificios de niños enfrente de sus padres para ofrendar sus pequeños corazones a los insaciables dioses aztecas ha de haber sido un espectáculo agonizante, por lo menos para los padres. Difícilmente podríamos olvidar a la Santa Inquisición, la cual ocupa un lugar de honor en esta competencia salvaje. Esta hermandad hasta tenía sus propios ingenieros, sus propios artistas, contratados para diseñar nuevos mecanismos para arrancar confesiones, independientemente de que los infelices que cayeran en sus manos fueran culpables de algo o no. Los niños clavados en las puertas con hachas y lanzas durante la retirada de las tropas griegas de tierras turcas, a finales de la Primera Guerra Mundial, harían palidecer a más de un cacique. Las ejecuciones en masa en los bosques de Europa Oriental durante la Segunda Guerra Mundial (y quedan algunos documentos fílmicos que, pienso, es imposible ver sin torcer el rostro, sin bajar la mirada) son otro buen ejemplo de escenarios poco edificantes. El uso de napalm por parte de los norteamericanos en Vietnam (un producto que literalmente derrite la carne como chocolate al fuego) es otro grandioso ejemplo de brutalidad humana ilimitada. Bosnia, los tutsis, los gulags, los indígenas guatemaltecos, la CIA ... La lista no tiene fin.

 

      Sin duda alguna, parte de lo incomprensible de nuestro destino es que la raza humana no parecer ser susceptible de aprender las lecciones del pasado. La justicia universal simplemente no llega. Sí vemos, naturalmente, un constante cambio de roles, pero no percibimos ningún cambio sustancial en las reglas del juego político, ninguna alteración radical en las reglas de convivencia. El resultado neto de este hecho es que las víctimas de ayer son los victimarios de hoy y, probablemente, una vez más, las víctimas de mañana. En efecto, los humanos de hoy pagan por las iniquidades de sus antepasados y los de mañana pagarán por las de sus progenitores. A este respecto, quisiera contar algo personal. Yo tuve el privilegio de vivir durante muchos años en lo que fue la República Popular de Polonia y, durante un año, viví en una Varsovia reconstruida y en lo que antes de la última guerra mundial había sido el barrio judío, es decir, “detrás de la puerta de hierro”. Conocí relativamente bien la zona y su historia. El contacto físico, el conocimiento del idioma, la historia y la literatura me permiten recrear en la imaginación lo que fue la vida cotidiana, el sufrimiento y en verdad el heroísmo de una comunidad perteneciente a un pueblo perseguido y martirizado hasta las cenizas. No puedo evitar sentir, lo confieso, una peculiar emoción cuando visualizo a los niños tratando de llevar clandestinamente una cuantas papas y unas cuantas zanahorias a sus casas, llorando desconsoladamente cuando se las quitaban, a los viejos tirados en el suelo, muertos de frío, a las familias sin gas, sin electricidad y a partir de cierto momento sin agua, todos ellos golpeados, maltratados y, también hay que decirlo, traicionados, no sólo (imposible no reconocerlo) por muchos colaboradores (i.e., había una policía judía que cooperaba con los alemanes) sino, más en general, por la humanidad entera. No sé qué conflictos pudo haber habido entre, por una parte, las autoridades alemanas de la época y, por la otra, familias como  los Rotschild o los grandes rabinos de Europa Central, pero lo que sí sé es que quienes pagaron por ellos fueron niños cuya única maldad consistió en haber venido al mundo en un mal momento y en el seno de lo que era la comunidad estigmatizada de la época. Ahora estoy convencido de que en aquellos tiempos era un deber gritar en contra del maltrato a esos niños, era un deber moral pelear por ellos. Más aún: me parece que inclusive ahora, a unos 58 años de distancia (más o menos cuando, por no haber ya ilusiones de arreglo alguno, ya sin esperanzas, se produce la sublevación del ghetto de Varsovia, ferozmente reprimida por las tropas alemanas), hay que enfurecerse, maldecir, quizá llorar por esas pequeñas e inocentes víctimas (entre muchas otras) a las que obviamente ni siquiera conocimos. No podemos ser cómplices no digamos de facto sino ni siquiera mentalmente de semejantes atrocidades e injusticias.

 

      Ahora bien, como todos sabemos, de los restos de esa población perseguida y malherida, y no sólo de  Polonia sino de prácticamente toda Europa, surgió, después de la gran conflagración europea de 1939-45, un nuevo y pujante estado, a saber, el estado de Israel. Y aquí empiezan las paradojas, resurgen las incomprensiones, los hechos que nos dejan alelados, porque este nuevo estado, cuyos habitantes son en gran medida descendientes precisamente de aquellos inmolados de lo años 40, se ha convertido, por una evolución perversa e increíble, en un estado delincuente, en el estado torturador y esclavizante de todo un pueblo de varios millones de seres, a saber, el pueblo palestino. Hay otros pueblos, como diríamos coloquialmente, dejados de la mano de Dios. Los kurdos por ejemplo. ¿Quién siquiera se acuerda de que existen? Pero no hay otro pueblo que, como el palestino, en su lucha por su supervivencia, tenga que enfrentarse y pelear en contra de lo que de hecho es, desde más de un punto de vista, uno de los países más poderosos del planeta. Y así como habríamos salido a la calle a gritar en 1943 que no queríamos ser parte de una “mayoría silenciosa” que con su silencio estaría avalando una odiosa masacre, así hoy debemos escribir, hablar y gritar que no queremos ser cómplices de la criminal política anti-humana (porque los palestinos son humanos) practicada por un fanático gobierno israelí. Qué curioso y que triste: los judíos del ghetto de Varsovia se transmutaron en los palestinos de los territorios ocupados.

 

      Israel mismo se ha convertido en una realidad poco comprensible, quizá por contradictoria. La población israelí actual se cuenta sin duda alguna entre las poblaciones más cultas y preparadas del mundo. No obstante, Israel tiene un gobierno clerical, lo cual es una muestra de su conservadurismo y su carácter retrógrada. O sea, Israel es un país ultra-moderno pero controlado, igual que hace 2000 años, por la casta sacerdotal, esto es, por los partidos ortodoxos fundamentalistas (en connivencia, desde luego, con las opulentísimas comunidades judías norteamericanas). Es más o menos como si en España gobernara actualmente la Inquisición. Asimismo, es increíble que la población judía, sojuzgada y sistemáticamente maltratada desde hace más de 25 siglos, se haya transformado en una población militarizada, beligerante, ambiciosa. Ahora es ella quien tiene en la mira a su víctima, que es en primer lugar el pueblo palestino y, más en general, los árabes (también semitas). La situación en la que Israel mantiene a los palestinos es, desde todos puntos de vista, inaceptable. En Israel prevalece un Apartheid en la que la población palestina queda conformada por ciudadanos discriminados legalmente. Todos los días el ejército y los servicios secretos israelíes matan gente. La política que se practica con los palestinos es una política de exterminio y aniquilación. Hay una diáspora palestina que, por ejemplo, no puede reincorporarse a su país.  A dicho pueblo se le impide producir sus propios bienes, comerciar con otros países, generar educación, arte, riqueza. Los palestinos viven hacinados, en condiciones deplorables y constantemente hostigados, lastimados y humillados. “Sus” territorios se ven permanentemente disminuidos por los colonos invasores, intrusos armados, beligerantes, prepotentes y apoyados tanto por las leyes como por el poderoso ejército israelí. Muy probablemente, los palestinos están viviendo en estos momentos la peor fase de su historia reciente (desde la guerra “Paz en Galilea”), esto es, la represión israelí está hoy por hoy en su cúspide. La más palpable expresión de ello es que está al frente del gobierno de Israel un criminal, un individuo  que difícilmente tendrá un equivalente en los futuros gobiernos israelíes. Y si bien de hecho él nunca será juzgado (puesto que no hay fuerza en este mundo que lo siente en Bruselas en el banquillo de los acusados), de todos modos es claro para el mundo entero que, aunque sea in absentia, ya fue condenado y que a él la historia no lo absolverá. Pero así como la situación del ghetto de Varsovia, como por arte de magia negra, se trasladó al Medio Oriente, así también el heroísmo de los judíos polacos se traspasó a la juventud palestina, y así como la simpatía del mundo estaba con los sacrificados de Varsovia, así ahora se inclina por los aglutinados en Ramallah. Todo mundo, israelíes incluidos, se regocijó y exultó por la caída del Muro de Berlín y se habló entonces de progreso histórico y de triunfo de la democracia. Ahora los fundamentalistas en Israel se proponen construir el mismo segregacionista muro, sólo que a las afueras de Jerusalem. La misma ignominia, tarde o temprano, caerá sobre sus constructores. Así, tal vez pronto tengamos que hablar del “Muro de Berlín de Jerusalem”.

 

      Lo sorprendente (¿lo es realmente?) de la situación que prevalece en el Medio Oriente es que a pesar de la inmensa superioridad militar, de su incomparable riqueza material, del apoyo propagandístico mundial, de la ayuda incondicional del gobierno norteamericano (subyugado, como todos sabemos, menos al parecer los propios americanos, por la comunidad judía de Estados Unidos), es un hecho que Israel no está ganando la guerra que arteramente le declaró a la población palestina. Es evidente que los diferentes gobiernos israelíes han recurrido a la violencia hasta los límites en que ésta empieza a ser abiertamente contraproducente. No hay que engañarse: si el gobierno israelí actual no ha empleado armas atómicas tácticas no es por frenos morales o por falta de ganas, sino porque su propia población se vería directamente afectada. Y aquí es donde debemos dejar de lado los hechos escuetos, los datos, en general bien conocidos, y reflexionar sobre lo que está pasando. Yo pienso que, si lo único que consideramos es la oposición externa, el gobierno israelí puede mantener la situación actual no indefinidamente pero sí durante todavía algún tiempo. Podría, por ejemplo, acabar físicamente con Yasser Arafat y quizá destruir la Autoridad Nacional Palestina, planes que ya de hecho ya se abandonaron por ser terriblemente contraproducentes. Pero a pesar de su inmenso potencial económico, sus ventajas logísticas, su superioridad militar, Israel no podrá ganar esta guerra. La razón es simple: la actual guerra, que es profundamente injusta, ya se transformó y ahora ya no es sólo una guerra de exterminio del pueblo palestino, sino también una guerra contra sí mismo. En realidad, lo que peor que le podría pasar a Israel es que la nación se escindiera y la verdad es que  son ya innegables los síntomas de dicha escisión. Después de todo, es evidente que en Israel, como en cualquier otro lugar, hay librepensadores, hay hombres de izquierda, hay gente noble y hay personas que no están dispuestas a seguir siendo los instrumentos de violencia y represión de un gobierno sistemáticamente violador de derechos humanos, independientemente de la retórica política que se emplee. Es claro que el triunfo del actual gobierno israelí daría lugar a una situación perfectamente odiosa. Hágase el siguiente experimento: imaginemos la situación ideal para los miembros más fanáticos del Knesset, para los miembros del Likud. ¿Cómo sería? La población palestina habría sido diezmada, los sobrevivientes estarían confinados en áreas restringidas (más o menos como las “aldeas estratégicas” en Vietnam), serían los lavaplatos y los criados eternos de una población que, en el mejor de los casos, los miraría con condescendencia y los trataría como a mascotas. Causas así no pueden triunfar. Lo que se tiene que entender es que los últimos gobierno israelíes abusaron de la realidad histórica judía y ahora ya agotaron el parque de la presión psicológica: pocas personas (si aún las hay) piensan todavía que estar en contra de los ideales del Likud es ser anti-semita. En el fondo, quizá sea precisamente lo contrario.

 

      Que la actual política israelí es producto de un enjambre de tergiversaciones que se vuelven confusiones hasta para quienes la efectuaron en primer término es algo que salta a la vista tan pronto examinamos los conceptos de los que se sirve: “terroristas”, para hablar de civiles que luchan con los precarios medios de los que disponen por acabar con una situación de injusticia crónica; “colonos” para hablar no de exploradores de tierras ignotas, sino de usurpadores de  terrenos que nos les pertenecen; “errores” para hablar de víctimas inocentes que se sabía de antemano que era muy probable que se vieran afectadas por estar en el área bombardeada, “auto-defensa” para hablar de los bombardeos de zonas inermes y que no tienen capacidad de respuesta, “contrabando de armas” para hablar de un cargamento sin duda requerido con urgencia por el adversario cuando el gobierno israelí recibe de los Estados Unidos al armamento más sofisticado del mundo (aviones, misiles, radares, etc.), y así indefinidamente. El punto principal es el siguiente: al revés de lo que sucede con la información real, la desinformación tiene límites y a partir de cierto momento se vuelve un arma de dos filos. Eso es precisamente lo que está empezando a suceder con la propaganda en favor de Israel. Así, pues, el fanatismo tiene límites que se los fija la auto-preservación. Ser fanático no necesariamente implica ser irracional, pero si el fanatismo acarrea consecuencias abiertamente contrarias a los intereses de uno, entonces ser fanático sí es ser irracional. Todo indica que así es el actual fanatismo del gobierno y la clase dirigente israelíes.

 

      La solución del problema del Medio Oriente no tiene más que una salida: la creación de un estado palestino independiente. Eso lo entiende cualquiera (por ejemplo, un poco más de la mitad de la población israelí, según las últimas encuestas). Y es claro que el nuevo miembro de la ONU no podrá limitarse a ser un mero apéndice de Israel, un estado permanentemente intervenido, maniatado, condicionado. Yo creo que si bien un estado palestino puede representar una derrota para el gobierno israelí, para el pueblo israelí se trataría más bien de una victoria. De hecho, su causa fundamental ya triunfó: su país, Israel es una realidad inamovible. No se sigue que sea omnipotente. Igualmente erróneo por parte del gobierno israelí es pensar que mantener en estado de guerra durante lustros a su población no va a tener repercusiones sociales graves. Mencioné una importante: la división interna. De hecho, inclusive al interior de las fuerzas armadas ya se produjeron manifestaciones, limitadas pero clarísimas, de descontento y rechazo de una guerra a la que no se le ve el punto final y que los militares mismos empiezan a percibir como claramente injustificable. A final de cuentas ¿cuántos niños hay que matar para convencerse de que el hijo de un “terrorista” es a pesar de todo un niño, cuya vida también merece respeto? Pero, además, la actual represión del pueblo palestino tiene otra clase de resultado político, a mediano plazo profundamente negativo, para Israel: contribuirá a que se acabe con el gran simbolismo de un pueblo unificado por el dolor, en permanente búsqueda de justicia y paz, y que es precisamente lo que inspiró su creación. Emitir órdenes de exterminio desde una oficina es fácil de hacer: convertirse en verdugo permanente es no sólo peligroso, sino imposible. En el Medio Oriente ya es hora de que callen los odios fanáticos y los ejércitos y que hablen las personas. Por múltiples razones, en general poco obvias, el futuro del mundo depende de lo que allá acontezca.